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Era una operación delicada que exig�a volver a
introducir en el cad�ver las v�sceras colgantes y
rodearlo con una red antes de bajarlo con una
cuerda.
Cuando el cuerpo alcanzaba los brazos extendidos de
los bomberos que lo esperaban abajo,  La Nazione
obtuvo una fotograf�a estupenda que recordó a muchos
lectores las grandes obras maestras que representan
el Descendimiento.
La polic�a no retiró el nudo corredizo hasta que fue
posible tomar las huellas dactilares; despu�s
cortaron el grueso cable el�ctrico de manera que no
se deshiciera el nudo.
Muchos florentinos estaban empe�ados en sostener que
hab�a sido un suicidio, eso s�, espectacular, y
opinaban que Rinaldo Pazzi se hab�a atado las manos
como en los suicidios carcelarios; no los sacaba de
sus trece el hecho de que, al parecer, tambi�n se
hubiera atado los pies. Durante la primera hora, las
emisoras de radio locales informaron de que, adem�s
de ahorcarse, se hab�a hecho el harakiri con una
navaja, Pero la polic�a no es tonta, y enseguida
tuvo motivos para ver las cosas de otro modo. Las
ligaduras cortadas en el balcón y en el carro de
mano, la desaparición de la pistola de Pazzi, los
testigos que hab�an visto a Carlo entrar corriendo
en el palacio y la figura envuelta en la lona
ensangrentada corriendo a ciegas en la parte
posterior del edificio, eran pruebas elocuentes de
que Pazzi hab�a sido asesinado.
As� las cosa, el p�blico italiano decidió que el
asesino de Pazzi era  Il Mostro .
La Questura inició la investigación con el pobre
Girolamo  Tocca , condenado tiempo atr�s por los
cr�menes del famoso asesino en serie. Lo arrestaron
en su casa y se lo llevaron, mientras su mujer
volv�a a quedarse aullando en la carretera. Su
coartada era sólida. A la hora del crimen, se estaba
tomando un Ramazzotti en un caf� a la vista de un
cura. Soltaron a Tocca en Florencia y tuvo que
volver a San Casciano en autob�s, pagando el billete
de su bolsillo.
Se hab�a interrogado al personal del Palazzo Vecchio
durante las primeras horas, procedimiento que se
extendió a los componentes del Studiolo.
La polic�a no pudo localizar al doctor Fell. A
mediod�a del s�bado se decidió intensificar la
b�squeda; en la Questura se hab�an acordado de que
Pazzi ten�a asignada la desaparición del predecesor
de Fell.
Un chupatintas de los  carabinieri informó de que
Pazzi hab�a examinado recientemente un  permesso di
soggiorno . El recibo de la documentación, que
inclu�a fotograf�as, los negativos correspondientes
y huellas dactilares del doctor Fell, estaba firmado
con nombre falso y una letra que parec�a la de
Pazzi. En Italia no se ha producido todav�a
centralización inform�tica de los documentos, de
forma que los  permessi se archivan localmente.
Los archivos de inmigración proporcionaron el n�mero
de pasaporte del doctor Fell, que hizo sonar la
alarma en Brasil.
No obstante, la polic�a segu�a sin sospechar la
verdadera identidad del doctor Fell. Tomaron las
huellas dactilares del nudo corredizo y del atril,
del carro de mano y de la cocina del Palazzo
Capponi. Con tanto artista por kilómetro cuadrado,
el retrato robot estuvo listo en cuestión de
minutos.
El domingo por la ma�ana, hora italiana, un
especialista de Florencia, despu�s de examinarlas
punto por punto, determinó que las huellas
dactilares encontradas en el atril, la horca y los
utensilios de cocina del Palazzo Capponi pertenec�an
a una misma persona.
La huella del pulgar del doctor Lecter que figuraba
en el anuncio colgado en la jefatura superior de la
Questura no fue examinada.
El domingo por la noche se enviaron las huellas
halladas en el escenario del crimen a Interpol, y
siguiendo los tr�mites habituales acabaron llegando
al cuartel general del FBI en Washington, D.C.,
junto con otros siete mil juegos de huellas
procedentes de otros tantos escenarios de cr�menes.
Sometidas al sistema de clasificación automatizada,
las huellas de Florencia produjeron un revuelo de
tal magnitud que hicieron sonar una alarma en el
despacho del director adjunto de la Unidad de
Identificación. El oficial que hac�a guardia esa
noche se quedó mirando el rostro y los dedos de
Hannibal Lecter conforme emerg�an de la impresora; a
continuación llamó a casa del director adjunto, que
a su vez llamó al director y, acto seguido, a
Krendler, del Departamento de Justicia.
El tel�fono de Mason sonó a la una y media de la
madrugada. Se hizo el sorprendido y mostró el
inter�s que se le supon�a.
El tel�fono de Jack Crawford sonó a la una y treinta
y cinco. Soltó unos gru�idos en el auricular y rodó
hacia el lado vac�o, aunque visitado por fantasmas,
de su cama de matrimonio, donde su difunta esposa,
Bella, sol�a reposar. Estaba m�s fresco y lo ayudaba
a pensar con claridad.
Clarice Starling fue la �ltima en enterarse de que
el doctor Lecter hab�a vuelto a matar. Colgó el
tel�fono y se quedó inmóvil en la oscuridad durante
un buen rato, con los ojos escoci�ndole por alg�n
motivo que fue incapaz de comprender; pero no lloró.
Se quedó mirando el techo, absorta en el rostro que
flotaba en la densa oscuridad. Por supuesto, se
trataba del rostro del doctor Lecter.
Cap�tulo 40.
El piloto de la ambulancia a�rea no estaba dispuesto
a tomar tierra en la pista de Arbatax, corta y sin
controladores, en plena noche. Aterrizaron en
Cagliari, repostaron y esperaron hasta el amanecer;
luego volaron a lo largo de la costa ante una
espectacular salida del sol, que ti�ó de un rosa
postizo el rostro sin vida de Matteo.
En el peque�o aeropuerto de Arbatax los esperaba un
camión con un ata�d. El piloto se quejó de su paga y
Tommaso tuvo que interponerse para evitar que Carlo
lo abofeteara.
Al cabo de tres horas de camino por la zona
monta�osa, llegaron a casa.
Carlo anduvo solo hasta el cobertizo de troncos sin
desbastar que hab�a construido Matteo. Todo estaba
listo, con las c�maras en su sitio para filmar la
muerte de Lecter. Carlo se quedó de pie bajo la
estructura y contempló su imagen en el gran espejo
rococó colgado sobre el corral. Recorrió con la
mirada los troncos que hab�an talado juntos, vio las
manazas cuadradas de Matteo sosteniendo la sierra y
de su garganta salió un grito salvaje, lo bastante
fuerte como para resonar entre los �rboles. Los
colmilludos hocicos asomaron en el l�mite del prado.
Piero y Tommaso, hermanos como �l, prefirieron
dejarlo solo.
La algarab�a de los p�jaros llenaba el prado de la
monta�a.
Oreste Pini se acercó desde la casa abroch�ndose la
bragueta con una mano y agitando el tel�fono celular
con la otra.
 As� que perdisteis a Lecter.
Mala suerte.
Carlo hizo como que no lo hab�a o�do.
 Mira, no todo est� perdido. Esto a�n puede
funcionar -opinó Oreste-.
Tengo a Mason al aparato. Quiere que hagamos un
simulacro. Algo para ense��rselo a Lecter cuando lo
cojamos. Ahora lo tenemos todo. Hasta un cuerpo de
verdad; Mason dice que no era m�s que un matón que
contrataste.
Dice que podemos... en fin, echarlo al corral cuando
vengan los cerdos y poner el sonido grabado. Toma
habla con �l.
Carlo se volvió y miró a Oreste como si acabara de
llegar de la luna.
Por fin, cogió el tel�fono. Mientras hablaba con
Mason su rostro se relajó y dio la impresión de que
recuperaba cierta paz.
 Preparadlo todo -dijo Carlo apagando el tel�fono.
Carlo habló con Piero y Tommaso, que, con ayuda del
c�mara, transportaron el ata�d hasta el cobertizo.
 No necesit�is un encuadre demasiado detallado -dijo
Oreste-. Vamos a hacer unas tomas de los animales y
luego vendremos desde all�.
Al ver la actividad en torno al cobertizo, los
primeros cerdos salieron de la espesura.
 � Giriamo ! -chilló Oreste.
Los cerdos salvajes, marrones y plateados, altos
hasta la cintura de un hombre y bajos de pecho,
llegaron a la carrera, ligeros como lobos sobre sus [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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