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pasos de pies desnudos sobre cubierta, breves voces de mando, crujidos de los aparejos al ser arriado el velamen de las vergas. Fueron largados los cabos, y los remos salieron con estruendo. La galera empezó a separarse del muelle. -¡Ordenes de Barba de Hierro! -le gritaba Boghaz a alguien que estaba en tierra-. ¡Una misión para Khondor! La galera se estremeció y luego ganó velocidad, bajo el monótono batir del timbal. Entonces, sobre toda aquella confusión de ruidos, Carse oyó el que había estado esperando y temiendo: el distante bocinazo desde la cresta del arrecife, la alarma propagándose a través de toda la ciudad, volando hacia la escalinata del puerto. Permaneció inmovilizado por el pánico, temiendo que otros pudieran oírla y entender lo que significaba sin necesidad de explicárselo. Pero el estrépito portuario la ahogó durante los primeros y vitales momentos; para cuando la alarma comunicada de viva voz llegó desde las alturas a los muelles, la galera enfilaba ya la bocana y ganaba velocidad hacia la desembocadura de la ría. En la oscuridad del camarote, Ywain dijo tranquilamente: -Mi señor Rhiannon, ¿se me permitirá respirar? Él se arrodilló para quitarle los trapos que la cubrían, y ella se incorporó. -Gracias. Bien, hemos salido bien librados del palacio y el puerto, pero nos queda pasar el desfiladero hasta el mar. He oído que daban la alarma. -Así es. Y enviaran a los Hombres-pájaro con órdenes para las baterías de costa -lanzó una carcajada-. ¡Veremos si pueden detener a Rhiannon arrojándole guijarros desde los arrecifes! Después de ordenarle que permaneciese donde estaba, salió a cubierta. Habían avanzado ya un buen trecho por el canal, remando a buen ritmo. Las velas empezaban a coger el viento acanalado que soplaba entre las paredes de roca. Intentó recordar la disposición de las catapultas defensivas, teniendo en cuenta que estarían apuntadas contra los eventuales navíos que pretendieran entrar en la ría, no contra los que salían. La velocidad iba a ser el factor esencial. Si la galera pasaba con rapidez suficiente, habría una posibilidad. Nadie le vio bajo la débil claridad de Deimos. No repararon en el hasta que asomó Febos sobre las crestas, enviando un rayo de luz verdosa. Entonces los hombres le vieron, con la capa ondeando al viento y la gran espada entre las manos. Se alzó un grito extraño, medio ovación de bienvenida al Carse por ellos recordado, medio exclamación de espanto, por lo que hablan oído contar sobre el en Khondor. No les dio tiempo para pensarlo. Esgrimiendo la espada, rugió: -¡Vamos! ¡Remad, estúpidos! ¡Remad, o nos hundirán! Fuera hombre o diablo, sabían que estaba diciendo una verdad. Remaron con todas sus fuerzas. Carse corrió a la plataforma del timón. Allí estaba ya Boghaz. Este retrocedió hasta dar de espaldas contra la borda, en una pantomima bastante lograda. Pero el hombre que tenía la barra se limitó a contemplar la aproximación de Carse con ojos de lobo, en los que ardía una chispa maligna. Era el de la mejilla marcada que había compartido el banco con Jaxart el día del motín. -Yo soy ahora el capitán -le dijo a Carse-.!No voy a entregarte mi nave para que la lleves a la perdición! Carse dijo con sorna terrible: -Ya- veo que no sabes quien soy. Díselo tú, hombre de Valkis. Pero Boghaz no tuvo necesidad de intervenir. Se oyó un batir de alas cabalgando sobre el viento, y uno de los hombres alados se mantuvo flotando sobre el navío. -¡Volveos! ¡Volveos! gritó-. ¡Lleváis con vosotros a... Rhiannon! -¡Sí! -gritó Carse-. ¡La ira de Rhiannon con el poder de Rhiannon! Levantó en el aire la empuñadura de la espada. La piedra del pomo lanzó un reflejo maléfico a la luz de Fobos. -¿Quieres oponerte a mi voluntad? ¿Tendrás tanta osadía? El Hombre-pájaro ganó altura y se alejó con un lamento. Carse se volvió hacia el timonel. -Y tú -dijo-. ¿Qué me dices ahora? Vio que los ojos de lobo vacilaban entre la joya resplandeciente y el rostro de su interlocutor. La mirada de espanto que ahora empezaba a serle familiar apareció en aquellos, y luego el hombre bajó la cabeza. -No soy nadie para oponerme a Rhiannon -dijo con voz ronca. -Dame el timón -dijo Carse, y el otro se hizo a un lado, con la marca destacando, lívida, sobre su pálida mejilla. -De prisa -ordenó Carse-, si tenéis ganas de vivir. Y se dieron prisa, de manera que la embarcación corrió como una exhalación entre las paredes rocosas: un navío negro y espectral entre la blancura de las aguas fosforescentes y la fría luz verde de la luna. Carse vio que estaban a punto de salir a mar abierto, y fortaleció su animo con una especie de plegaria. Un zumbido tremendo despertó los ecos del arrecife cuando la primera de las grandes catapultas disparó su carga. Un surtidor de agua se levantó junto a la proa de la galera, que se estremeció y continuó su veloz marcha. Inclinado sobre la barra del timón, con la capa al viento y una expresión extraña e intensa bajo la claridad fantasmagórica de la noche, Carse corría la suerte a cara o cruz en medio del desfiladero. Las catapultas vibraron y zumbaron. Era una lluvia de peñascos lo que caía en el agua, de manera que navegaban entre una niebla de salpicaduras. Pero ocurrió lo que Carse había previsto. La defensa costera, invencible al ataque frontal, tomada de espalda era débil. El tiro cruzado sobre el canal era muy imperfecto, y la puntería insuficiente para acertar en un objetivo móvil. Todo esto, y la rapidez de la galera, fueron los factores de su salvación. Estaban ya en aguas del mar. El ultimo peñasco cayó lejos, a popa, y pudieron considerarse libres. Carse no ignoraba que saldrían pronto en su persecución, pero de momento estaban a salvo. Entonces Carse pudo comprobar los sinsabores de ser un dios. Deseaba tumbarse en cubierta y tomar luego un trago bien largo del barril de vino, para dominar los temblores que le agitaban. Pero no podía hacer nada de lo que deseaba, sino que se veía obligado a prorrumpir en una carcajada resonante, como si le hiciera gracia que unos míseros humanos intentasen prevalecer contra él, el invencible. -¡Eh, tu! ¡El que se dice capitán! Toma el timón... y pon rumbo a Sark. -¡A Sark! El infeliz había soportado demasiado aquella noche. -¡Mi señor Rhiannon, tened piedad de nosotros! ¡En Sark tenemos puesto precio a nuestras cabezas! -Rhiannon te protegerá -intervino Boghaz. -¡Silencio! -rugió Carse-. ¿Quién eres tú para hablar en nombre de Rhiannon?
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