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favor de los intereses de Sir Percival, no de los míos. Por este motivo, me parece más correcto que actuemos como testigos yo, como el amigo más directo del marido, y la señorita Halcombe, como la pariente más próxima de Lady Glyde. Si quieren ustedes, seré muy meticuloso, y serán muchos mis escrúpulos y minuciosidades. Pero tengo una angosta conciencia y espero sean ustedes tan amables como para concederme este honor en gracia a la suspicacia italiana. Me parecían justos los escrúpulos, del conde. No obstante, no sé por qué razón, aumentó mi repugnancia de verme mezclada en aquel asunto. Por consideración a mi hermana únicamente consentí en continuar allí. Me quedaré aquí dije . Serviré de testigo, si no encuentro por mi parte escrúpulo alguno. Sir Percival me miró como si quisiera decirme algo, y viendo que la condesa, como obedeciendo a una señal de su marido, disponíase a salir de la biblioteca, le dijo: No tiene usted por qué marcharse, señora. La condesa se detuvo, pero habiéndole reiterado la orden el conde, una muda orden, naturalmente, dijo que prefería dejarnos a solas, y salió con decisión. Una vez solos, Sir Percival abrió uno de los cajones del escritorio y sacó de él un pergamino varias veces doblado. Desdobló únicamente el último pliego, de tal modo que no podía verse lo que estaba escrito antes. Mojando la pluma en tinta, se la ofreció a Laura diciendo: Firme usted aquí. La señorita Halcombe y el conde lo liarán luego. Querido conde, venga usted conmigo. Ser testigo de una firma no es tan sencillo como fumar delante de las flores de una ventana. El conde tiró su cigarrillo y se acercó a la mesa contra la cual Sir Percival apretaba el pergamino, con una expresión siniestra y agitada en el rostro. Parecía más un presidiario ante un juez que un caballero en su casa. Firme usted aquí repitió. ¿Qué es lo que he de firmar? preguntó Laura tranquilamente. No tengo tiempo de explicarlo. Me espera el coche y he de marcharme inmediatamente. Por otra parte, tampoco usted lo entendería. He de legalizar un documento lleno de tecnicismos, incomprensible para las mujeres. Bien, firme usted enseguida y terminemos cuanto antes. Antes de poner mi nombre, Sir Percival, necesito saber de qué se trata. Tonterías. No entiende usted nada de negocios. Probemos a ver si lo entiendo. El señor Gilmore siempre que ha tratado un asunto conmigo, me lo ha explicado, y no he dejado nunca de comprenderlo. No lo dudo. El era un servidor a sus órdenes, y era su deber hacerlo así. Yo no tengo esa obligación. ¿Hasta cuándo vamos a estar de este modo? ¿Quiere usted firmar, si o no? Laura continuaba con la pluma en la mano, sin acercarla al pergamino. Si mi firma me obliga a algo, necesito saber a qué. Sir Percival golpeó la mesa diciendo: Puesto que tan amiga es usted de decir la verdad, diga que desconfía de mí. El conde tocó a Sir Percival en el hombro, diciéndole. Cálmese, Percival. Su esposa tiene razón. Una mujer no tiene nunca razón para desconfiar de su marido. Es usted injusto contestó Laura . Le ruego que pregunte a mi hermana si soy desconfiada. No necesito tener que preguntarle nada. No tiene nada que ver con este asunto. Yo, hasta entonces, no había dicho una palabra, y hubiera sido mucho mejor que hubiese continuado así, pero me sublevó la injusticia de su cuñado. Perdone usted, Sir Percival le dije. Me ha rogado usted que sirva de testigo. Esto me da derecho a creer que algo tengo que ver con este asunto, y considero que me parece muy razonable lo que Laura dice. Por mi parte, he de decirle que no podré hacer testigo mientras no sepa de qué se trata. La próxima vez que se meta usted en casa ajena, señorita Halcombe exclamó Sir Percival, furioso , procure usted no pagar la hospitalidad que le den poniéndose de parte de la mujer y en contra del marido. Me puse en pie, como si me hubieran abofeteado. Si hubiese sido un hombre, en aquel momento le hubiese arrojado algo a la cabeza y habría abandonado su casa para siempre. Pero era una mujer, y quería tanto a Laura que me senté en silencio. Ella, comprendiendo mi enorme sacrificio, se levantó y me abrazó con los ojos llenos de lágrimas. Llorando, murmuró en mi oído: Mi madre no hubiera hecho lo que tú haces. Venga usted y firme dijo Sir Percival desde el otro lado de la mesa. ¿He de firmar? me preguntó Laura en voz baja . Haré lo que tú quieras. No le contesté . El derecho y la razón están de tu parte. No firmes sin conocer antes el documento. Venga usted y firme repitió Sir Percival gritando, El conde, que no perdía nada de aquella escena, y cuya mirada estaba fija en nosotras dos, le dijo a mi cuñado: Percival, yo jamás olvido que estoy en presencia de señoras. Le ruego que lo recuerde usted también. Sir Percival estaba rojo de cólera, pero los dedos blancos del conde se clavaron en su hombro y la voz firme repitió: Le ruego que lo recuerde usted también. Se cruzaron las miradas de los dos hombres. Sir Percival bajó la cabeza lentamente. Aquella actitud me lo rebeló más como un hombre domado que convencido. No he querido ofender a nadie dijo . La terquedad de mi mujer es
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