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sin solemnidad obtusa, nuestra patria. Día tras día, el idioma de mi infancia, del que no habían parecido persistir, en las primeras horas, más que pedazos indescifrables, fue volviendo, íntimo y entero, a mi memoria primero, y después poco a poco a la costumbre misma de mi sangre. El cura, con su in- sistencia, me ayudaba, pero en él la sospecha hacia mi persona, a pesar de que cumplía puntual con su deber de caridad, era más grande que en los otros, porque parecía convencido, como pude ir dándome cuenta por la orientación de sus preguntas, de que la compañía de los indios, de los que él, por otra parte, no sabía nada, había sido para mí una ocasión de probar todos los pecados. Ese cura, que durante tres o cuatro meses se ocupó de mi persona hasta que, aliviado, pudo dejarme en buenas manos, veía mi proximidad como la del demonio y de no haber sido por su rectitud y por su observancia meticulosa de las obligaciones eclesiásticas, me hubiese abandonado, porque era evidente que mi persona le inspiraba más miedo que compasión. La desconfianza que yo despertaba alcanzaba en el cura más certidumbre que en ningún otro: si yo hubiese sido leproso, me hubiese sin duda rozado con más naturalidad. Ese resquemor hacia mi persona fue, en los primeros tiempos, tan generalizado, que por momentos llegué a preguntarme si no había habido, en mi sobre- vivencia y en mi larga estadía entre los indios, algún delito secreto del que cualquier hombre honrado debía sentirse culpable, o si los indios, sin que yo lo supiese, me habían hecho solidario de su esencia pastosa, y yo andaba paseándome entre los hombres como un signo viviente que era evidente para todos menos para mí. El viaje y la llegada fueron puro interrogatorio y miradas discretas o escrutadoras de hombres que trataban de arrancarme cosas que, en el fondo, los obsesionaban a ellos pero que yo desconocía. Oficiales, funcionarios, marineros, sacerdotes, parecían padecer la misma obsesión de la que, como yo, también ignoraban todo. Y de las sospechas insistentes y sin contenido con que consideraban mi persona, ni ellos ni yo podíamos decidir si eran o no justificadas. Un solo hombre no las sintió, menos por piedad que por discreción. Ese hombre, el padre Quesada, murió hace más de cuarenta años. Cuando el cura que me acompañaba en el barco y que me trajo hasta aquí como se puede traer una brasa en la palma de la mano, después que fui interrogado, estudiado, llevado y traído por sabios y cortesanos, preocupado más por su salvación que por la mía, y convencido, por su misma credulidad, de que ambas estaban ligadas, empezó a sentir que llegaba el momento de librarse de mi persona, sugirió a algunos principales que no había para mí más destino posible que la religión. Gracias a la convicción que ese cura tenía de que en mí residía el demonio, pude conocer al padre Quesada. Con él pasé siete años en un convento desde el que se divisaba, en lo alto de una colina, un pueblito blanco. Desde que los soldados, en el amanecer, me encontraron durmiendo en la canoa, hasta la media tarde en que a caballo llegué, custodiado, al convento, habían pasado muchos meses que me fueron hundiendo, como en un charco de agua turbia, en la tristeza. En la boca, las palabras se me deshacían como puñados de ceniza, y todo parecía, en el día indiferente, desolador. La tentación de no moverme, de no hablar, de volverme cosa olvidada y sin conciencia, me iba invadiendo, día tras día. Durante cierto período, la caída de una hoja, una calle en el puerto, el pliegue de un vestido o cualquier otra cosa insignificante, bastaban para que casi me pusiese a llorar. A veces podía sentir que algo dentro de mí se adelgazaba hasta casi desaparecer y el mundo, entonces, empezando por mi propio cuerpo, era una cosa lejana y extraña que mandaba, en lugar de significación, un zumbido monótono. Cuando no me asediaban esos extremos, atravesaba, como entredormido, los días, insensible al espesor y a la rugosidad de las cosas, y empobrecido por la indiferencia. En pocos meses, empezó a serme difícil cualquier gesto o movimiento. Pasaba horas enteras parado junto a una ventana, sin ver ni el vidrio ni el exterior. Mi primer deseo, al despertarme a la mañana, era que la noche llegara pronto para poder echarme a dormir. Cuando no andaban llevándome y trayéndome para preguntas y observaciones, me quedaba el día entero en mi camastro, en un entresueño vacío. Era como si, sin haberlo pensado nunca hasta ese entonces, le estuviese pidiendo ayuda al olvido para sacarme de algo que me enterraba bajo capas cada vez más espesas de pena sin causa y de pesadumbre. De esa miseria me fue arrancando, con su sola presencia, el padre Quesada. No era únicamente un hombre bueno; era también valeroso, inteligente y, cuando estaba en vena, podía hacerme reír durante horas. Los otros miembros de la congregación simulaban repro-
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